lunes, 10 de junio de 2013

Por unos libros malos

Mi colegio tenía esa forma tan típica de estudiar la literatura. Esa forma clínica, académica, de leer un texto hasta que ha perdido su significado, para que después el profesor te ilumine sobre qué quería decir. Los recursos literarios sólo existen para encontrarlos y levantar la mano, no para disfrutar de cómo juegan con el lenguaje. Como en El Club de los Poetas Muertos, podríamos haber hecho un gráfico comparando Shakespeare con Byron.

Como máquinas de leer, la clase estaba llena de cuellos encorvados. Pasábamos la página al unísono, subrayábamos las palabras que nos decían que subrayáramos... La única forma de distinguirnos era en nuestra preferencia en el color del subrayador, una gama de fluorescentes que saltaban de la página como un regreso a los ochenta. El único motivo por el que no nos quedábamos dormidos era por el miedo de tener que leer en alto, y habernos quedado tres páginas atrás. Aún así, nada superaba al terror del propio leer en alto. La voluntad de no equivocarse era tanta que una página leída era una página perdida. Las palabras saltaban de la página a la lengua, y el cerebro no se enteraba de nada. Recitábamos las mejores páginas de los mejores autores en ese tono gris en el que se rezan los Padrenuestros los domingos.

Por aquel entonces, una vez a la semana en clase de inglés, nos bajaban a la biblioteca a buscar algo que leer, y a sentarnos en una alfombra polvorienta para contar al resto de la clase lo que habíamos leído la semana anterior. Aun siendo el único momento de la semana en el que se pedía que expresáramos alguna emoción, hacíamos la tarea con la apatía que caracteriza a un grupo de pequeños adolescentes, más preocupados por su estatus social que por mostrar algún sentimiento.

Un día, sin embargo, estaba pululando por las estanterías, haciendo como que buscaba un libro pero sin saber exactamente cual, cuando saqué uno. No sé qué me llamó la atención, a lo mejor tenía un lomo más llamativo que sus vecinos, o el título, que parecía sacado de una película de Hollywood, pero el hecho es que lo saqué. La portada era azul, y en ella había una secuencia de imágenes de un chico que iba progresivamente convirtiéndose en una iguana. Animorphs. Contaba la historia de unos adolescentes que conseguían el poder de mutar en animales, y cómo compaginaban su vida diaria con salvar la Tierra. Bazofia literaria, pero me devoré el libro en una tarde.

Lo que quiero decir es que mi introducción a la lectura no fue gracias a mis profesores, ni de la mano de los grandes maestros. Animorphs no es Moby Dick ni el Quijote, pero yo me quedé embobado con las historias. Para la siguiente semana, cuando tuve que recomendar el libro a mis compañeros, ya iba por el quinto, y tenía hambre de más. Me compré los cincuenta números que completaban la colección y los leí como si me fuera la vida en ello.

Ahora sé que no fue más que una de esas modas pasajeras que ni siquiera despegan, pero a mí me abrió a un mundo con el que yo conectaba. Los libros eran sencillos y las historias predecibles, pero a mí me fascinaba ese mundo de ciencia ficción. El lenguaje era simple, y la autora usaba los recursos literarios más tontos. Como la excesiva puntuación. Para dar tensión. En momentos clave.
Pero yo picaba siempre, y seguía leyendo.

Por eso me gustaría romper una lanza a favor de la mala literatura, porque los personajes pueden ser muy cliché, y las historias fáciles, pero para los que no conocen otra cosa, puede ser fantástico.Y porque poco después me pasé a Asimov.