viernes, 19 de julio de 2013

La primera de mis cicatrices


Era verano y mi rescatada libertad asolaba una discreta vida universitaria. El denso aire veraniego no lograba borrar el olor a tinta que desprendían las paredes de mi habitación por más que abriera las ventanas. El atronador ventilador de mi Pentium 4 me desconcentraba y mi memoria se atragantaba al recordarla. No lograba estudiar dos frases seguidas sin que mis apuntes adquiriesen su figura.

Hacía unos días que se había ido. Yo mismo la había llevado al aeropuerto. La T4 fue testigo de nuestro último beso. Tras entregarle una fotografía nuestra en blanco y negro, se encaminó hacia los puestos de seguridad sin leer lo que había escrito detrás.

Cegado por una inmadura incomprensión, me empeñé en darle la espalda a la realidad imaginando que a la vuelta todo seguiría igual. Mientras ella sobrevolaba nuestro cielo, yo regresaba a casa en coche derramando las lágrimas que había logrado ocultarle. Su acidez irritó mis mejillas, mientras rogaba que volviera para proseguir aquello que habíamos dejado a medias.

Tres meses atrás la había conocido a través de una conocida de una conocida de un conocido. Por adolescentes carambolas, acabamos encontrándonos a la salida de la facultad de derecho. Comimos juntos rodeados de compañeros y nos despedimos tratando de disimular que nuestras piernas se habían enredado debajo de la mesa. Esa misma tarde nos volvimos a ver. Teníamos que volvernos a ver.

Mientras el sonido de mi amplificador reproducía los agudos del acorde que acababa de sonar, noté la vibración del teléfono en uno de mis bolsillos. Desconectado el micro y aclarada mi voz con un poco de agua, descolgué. Era ella. Quedamos para tomar algo en un lugar céntrico de Madrid. Era pronto, más o menos las 8 de la tarde, pero el invierno nos regaló una temprana noche que nos permitió pasear bajo la luz de la luna.

Más que mariposas, por mi estómago revoloteaba una manada de águilas. La complicidad se había apoderado empalagosamente de nosotros. Nuestras manos se encontraron y los dedos se buscaron para completar el puzle. Buscando un lugar en el que sentarnos, encontramos un pub irlandés donde pudimos quitarnos los abrigos. Nos adentramos en su oscuridad y nos sentamos en una mesa ubicada en una esquina cuya única iluminación provenía de una farola de la calle. Ambos compartimos el mismo lateral de la mesa. Yo pedí cerveza y ella vino blanco. Tras intercambiar cuatro frases sin sentido su boca me hizo callar.

Las bebidas llegaron tarde y tibias. Sospecho que la escena avergonzó al camarero al que no se le ocurrió añadirle a mi cerveza la espuma que había desaparecido con el discurrir de nuestros silencios.

Así comenzó una misteriosa relación en la que alternamos sigilos agitados con animadas conversaciones. Al tiempo que amordazábamos nuestros diálogos con ruidosos respirares, usábamos la voz para descubrirnos. Juntos recorrimos la ciudad varias veces para acabar desordenando mi cama.

Acabé enamorándome. Las citas se sucedieron semana tras semana. Mis ratos con ella sacudieron mi inocencia dibujando en mí gestos desconocidos.

Aun así, el verano derritió el castillo de naipes que habíamos logrado levantar. Su inmadurez le quitó las ganas de seguir tras montarse en aquél avión, y la mía me impidió comprenderla. Demasiadas preguntas y poquísimas respuestas. Afortunadamente, como una picadura de avispa, el dolor fue insoportable durante un instante pero fácil de curar.

Solo, acalorado y rodeado de libros, luché aquél verano por superar el dolor de la primera de mis cicatrices.

1 comentario:

  1. Te he encontrado de casualidad, a través de tu publicación de Cremades, me pareció que estaba muy bien escrito y me he llevado una grata sorpresa y una amarga decepción al explorar tu contenido. Grata sorpresa por la calidad de los escritos, y amarga decepción porque fuese un proyecto tan corto. Espero que este no sea tu caso el del tan manido: "Abogado, poeta frustrado".

    Me ha gustado mucho leerte, especialmente el post "Este país está lleno de españoles", tengo curiosidad por saber qué tal te fue emigrando, porque han pasado siete años, pero este país sigue plagado de españoles, y la situación en otras áreas no ha mejorado.

    Así que nada, te dejo en la red mis felicitaciones por el estilo, a pesar de saber que lo más probable es que nunca lo leas, o si lo haces sea dentro de muchos años, cuando te acuerdes de aquella vez en que, con aquel ordenador viejo, te dio por escribir un blog. En cualquier caso, cuando llegue ese momento, espero que estas palabras te ayuden a superar el inevitable rechazo que siempre nos produce a los que escribimos el leer nuestras palabras a través de la lente de los años.

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